un par de cuentos
para quien quiera leer
El mantenimiento de los jardines
Mi amigo decide mudarse. La mujer con la que está saliendo tiene que dejar el departamento en el que vive con sus dos hijas y un perro siberiano. Se propone encontrar un sitio donde formar una familia. Le deseo la mejor de las suertes.
La primer semana visita departamentos tipo casa y pe haches a tiro del centro. La mayoría son inmundos o no aceptan mascotas. El sol apenas se asoma a sus rincones. Están sobrevaluados. Dañados por inquilinos expulsados tras largos juicios e interminables sucesiones. Tienen marcas en las paredes, manchas de sangre mal lavadas y humedad en los cimientos. Ventanas tabicadas, vicios ocultos, pozos ciegos. Empieza a impacientarse y aparece el aviso en el diario. Sin depósito. Solo por hoy. Saavedra. Casa vieja a refaccionar sobre gran terreno. Llama desde el teléfono público de la avenida, ansioso por cerrar trato. Me pregunta si me animo a salirle de garante. Le contesto que cuenta conmigo.
Los trámites fluyen sin contratiempos. No le piden anticipos, y la escritura de mi departamento es aceptada sin peros. Las condiciones no podrían ser más favorables. Sin embargo hay una clausula en el contrato que al momento de la firma me llama la atención. Delega en los nuevos moradores, con lujo de detalle, la responsabilidad del mantenimiento de jardines y plantas. Árboles y raíces. Ramas, frutos y flores. El locatario -especifica- será único responsable por el daño que pudieran ocasionar a la casa o terceros la vegetación existente o por desarrollarse.
A nadie más que a mí le llama la atención la cláusula. Firmamos.
Un par de semanas más tarde se mudan. Mi amigo, su mujer, las chicas y el perro. La casa es grande y el terreno más. Tiene un árbol en la entrada cubierto por una enredadera que cuelga de cada una de sus ramas y en el jardín un palto centenario cargado de frutos. El lote es profundo, se adentra hasta la mitad de la manzana. La casa, vieja. De paredes de material y arena, techos altos y galería. A pesar de que cementaron gran parte de la superficie que la rodea las plantas han crecido sin freno.
Mi amigo me muestra el jardín. El perro ni se levanta. Su mujer no nos acompaña. Algo no está bien entre los dos y se nota. Me cuenta que a ella no le convence la casa. Que la encuentra excesiva. Le contesto que en cierta forma lo es. Él dice que cuando haga un poco de orden atrás ella va a cambiar de opinión. - ¿Podés creer que las nenas no se animan a salir al jardín? Incluso al perro tengo que insistirle.
Entramos. Declama que no puedo irme sin cenar algo con ellos. Me excuso. No insisten. Me despide en la puerta bajo el árbol de la entrada. - Mi casa es tu casa - dice. Pero no lo siento así.
A los pocos días me lo cruzo en el centro. La separación fue de común acuerdo, intenta convencerse. Lamenta que el desencadenante haya sido la casa, pero no está arrepentido: - Será grande para mi solo, pero no vuelven a meterme en una caja de zapatos. Pienso en mi mono ambiente. No lo cambio por su casa. Le toma varias horas al día mantener a raya las plantas y se ven a simple vista los arañazos en sus antebrazos, sus músculos tensos, las uñas crecidas. Su cara curtida por el sol. Me invita a darle una mano el fin de semana con la poda. Nos despedimos sin saber que ya no nos volveremos a ver.
Pasan semanas sin que sepa de él, me decido a llamarlo. Atiende con voz grave. Suena como si no hubiese vuelto a hablar con nadie.
- Estuve muy ocupado - se excusa. Con la primavera se me descontroló el fondo. La Santa Rita bloqueó la puerta del patio. El tamaño de las espinas es formidable. Las corto con una tenaza pero cuando estoy sacando la última, acaba de crecer una nueva. Los caracoles se multiplicaron con las lluvias, cubren de baba el suelo por todas partes. Es imposible no resbalarse. Se llenó de sapos, y el sonido de las chicharras en las noches de calor se vuelve insoportable. Mantengo a raya las ratas. Afilo el machete dos veces al día. Rompí la cadena de la motosierra. Sus dientes se enredaron y fundí el motor. Es una suerte que estemos hablando, las ramas arrancaron los cables de electricidad. Estoy a oscuras. Sobrevivió la línea telefónica, pero no se por cuanto tiempo.
- ¿Y qué pensás hacer? - le pregunto cuando hace una pausa.
- Tengo que evitar que la enredadera termine de meterse en la casa. Es en el único lugar donde se puede estar. Al patio ni me asomo. Las paltas más altas son del tamaño de un sifón. Si te dan en la cabeza olvidate. Caen todo el tiempo. Revientan contra el piso y se pudren al sol.
- Prometedor - atino a contestar. ¿Hay algo que pueda empeorar?
- Las raíces. Están haciendo destrozos. Rompieron los caños de la cloaca. Pero el olor de los jazmines compensa. Si se te ocurre venir, el pasto de adelante tapó la vista de la vereda. La casa parece abandonada pero estoy. ¡Acá me planto! - alcanza a decir y se corta.
Pensé que exageraba. Que la separación lo había afectado más de la cuenta y se distraía con la casa. Hasta que recibí el llamado de la inmobiliaria. No habían dado con ningún familiar y yo figuraba como garante. Los vecinos empezaron a quejarse, y ante la gravedad del asunto habían tenido que intervenir los bomberos. Aclararon, con estudiada amabilidad, que lamentaban tener que incomodarme en un momento tan delicado. Pero además de las responsabilidades del caso -claramente establecidas en el contrato- alguien tenía que hacerse cargo del traslado y los gastos del entierro.
Con muchísimo esfuerzo, habían conseguido abrirse camino hasta el cuerpo.
Pluma Facón
No se tomen el trabajo de buscarlos. No figuran en las enciclopedias ni en los libros de historia; no los reseñan las compilaciones; no constan en ninguna parte. Sin embargo los encontré, ciento cincuenta años más tarde, agazapados en un rincón húmedo y oscuro de la biblioteca popular de San Pedro, la más antigua de la provincia de Buenos Aires.
Escritores malditos hubo y habrá siempre, pero los revisionistas prefirieron hablar de Quiroga o Lugones, de Alfonsina y su baño final; nadie se fijó en ellos dos, quizás porque no se quitaron la vida antes de tiempo, o porque el status quo de la época consiguió acallar sus voces con éxito. Lo cierto es que desaparecieron del mapa sin mediar explicaciones, en plenitud, dejando apenas un puñado de libros de los que no quedan ejemplares en circulación, a excepción de los que tuve la extraordinaria suerte de encontrar. Yo acababa de terminar una relación de veinte años consumada -y consumida- en un matrimonio tan infeliz como erróneo, recorriendo el país de punta a punta en micros de segunda clase, intentando postergar, cuanto fuese posible, el dolor que supondría enfrentar mi verdadera condición. Había gastado en bares y hoteles de mala muerte, lo poco que quedaba de la partida presupuestaria asignada por la facultad, para la investigación que me había encomendado la comisión de asuntos de género en la literatura argentina, y ya no podía volver atrás. Contrariamente a lo que en un principio había imaginado, la limitante interpretación que hasta entonces acotaba mis conclusiones sobre la obra de los más diversos autores al binomio masculino/femenino, estaba por cambiar para siempre. Así como yo, pronto a saltar de las salas de lectura a los baños públicos de las estaciones de tren, en busca de experiencias más candorosas que académicas. Sus nombres seguramente sean falsos, algo de por sí muy frecuente para la época, téngase en cuenta que estamos hablando de la segunda mitad del siglo diecinueve. No era habitual como hoy en día salir del closet, o debería decir, mejor, salir de la biblioteca? Ser escritor era para entonces una práctica mayoritariamente masculina. De hecho, son muy pocas las escritoras de dicho período histórico puestas a consideración. La elite intelectual y política de la época, a imagen y semejanza de su par europea, intentaba plasmar en la novela local la representación de la sociedad contemporánea. Considerando que la verdadera disquisición, a fin de cuentas, se concentraba en la elección de qué versión de dicha sociedad se debía reflejar: la real, con sus vicios y virtudes, o la ideal, ajustada a los usos y buenas costumbres de la época, Merceditas León y Severo Pallazo, se volverían inclasificables. No me concierne a mí juzgarlos por fuera del plano literario, en el que, brevemente, brillaron con luz propia y encandilante. Si interpretar la obra de cualquier autor partiendo de su condición sexual es erróneo, incompleto y arbitrario, en el caso de ellos sería imposible. Ambos autores son la misma persona desdoblada, atravesada por el género opuesto, transpuesta en el otro. Grande fue mi sorpresa al comprobarlo, luego de afiebradas lecturas y dudosas elucubraciones. Me tomó meses comparar sus escritos, releer sus biografías –incompletas por supuesto- y analizar la poca información que conseguí reunir en el desenfrenado intento de confirmar mis sospechas. Primeramente me había llamado la atención un destacado elogio a la obra de Merceditas, aparecido el dieciséis de Marzo de mil ochocientos setenta y nueve, en el apartado literario de El Mosquito, periódico semanal independiente satírico, burlesco y de caricaturas. Firmado por Severo Pallazo, que entonces ya contaba con reconocimiento y excelentes críticas entre sus pares, representaba un respaldo infrecuente para la época. La admiración entre ambos autores, puesta de manifiesto además en cumplidos cruzados y reseñas encomiosas, alimentó mi teoría de que fuesen enamorados, amantes en las sombras de un movimiento literario tan pacato como convencional. Una joven y talentosa autora en un medio eminentemente masculino, protegida por un escritor consumado, rendido al influjo de sus encantos. Nótese lo esquemático y conservador de mi razonamiento, convenientemente esclarecido al poco tiempo por una serie de daguerrotipos mal conservados que llegaron a mis manos en el momento justo. A pesar de que no compartían retrato en ninguna de las impresiones, si se miraba con detenimiento, se podía percibir el notable parecido fisonómico entre ambos: Severo Pallazo, entendí entonces, no había sido otro que Merceditas León bajo un traje de saco entallado, pantalones ajustados, cuello duro intercambiable y sombrero de copa alto, forrado en gamuza. Y a la vez, más nunca al mismo tiempo, supo usar corsé, crinolina y enaguas, bajo una pagoda de mangas acabadas en forma de campana, sombrero y accesorios, al momento de presentarse como Merceditas.
Nadie en las tertulias literarias del momento lo sospechó, y si lo hizo calló al respecto, probablemente subyugado por el hipnótico influjo de sus prosas o el atractivo de sus imposturas. Pero más allá de lo que los haya convertido en lo que terminaron siendo, sería una gran equivocación dudar de su genialidad. Nadie ha descripto mejor que Merceditas la gesta gauchesca o las últimas batallas de emancipación. El sudor de los caballos, el olor de la sangre entremezclándose con la pólvora, la miseria del paria que se recluye en el monte y mastica el desprecio social, nunca fueron tan bien representados en la literatura nacional. Su pluma es un facón que se hunde en la hoja en blanco, desangrando relatos alucinados que rescatan heroicos episodios de la defensa patria frente al invasor inglés; las imágenes que evocan se deslizan como aceite hirviendo sobre la piel anglosajona, marcándola para siempre. Su voz literaria es un aullido descarnado, infrecuente hasta entonces.
Como un juego de espejos, es la sensibilidad de Merceditas trasfigurada en Severo la que mejor rescata la indecorosa vida amorosa de las señoritas de alta sociedad de la época, que mientras esperan el regreso de sus maridos comisionados a tender puentes entre el nuevo país emergente y la madre patria, se consuelan con la impresentable compañía de esclavos negros mejor dotados, mientras mantienen las apariencias en círculos de pertenencia de almidonado sentir. Atrapadas en la contradicción del deber ser y el verdadero desear, apenas consiguen disimular sus aventuras extra-matrimoniales. Poco sería el valor de semejante cruce estilístico, del más incómodo intercambio genérico, si su producción literaria no alcanzara la estatura que finalmente consigue, a pesar del paso del tiempo y los impedimentos de libre circulación de sus textos. En lo que a mí respecta, me ha fascinado tanto su lectura que no puedo dejar de sentirme un mero cobarde que demoró demasiado en encontrar su propio surco. Escribo esto desde la habitación de la pensión de la que me echarán a primera hora de la mañana, así como me han echado hace ya semanas de la facultad, cansados de esperar mi informe. Acabo de quemar los escritos. Rocié con alcohol sus hojas manchadas, y me quedé viéndolos arder hasta que se convirtieron en cenizas. Pero así y todo no consigo borrar de mi mente las imágenes de lo leído. Quizás con el canto del gallo y la claridad de la mañana se ilumine también mi destino y pueda finalmente librar mis ansias sin reparos.
Ya es hora de que el mundo sepa quién soy.